Yo tengo veinte años. Estoy en San Bernardo, pasando unas vacaciones en el departamento de mis tíos abuelos. Su hija, Toia, está también parando con nosotros junto con Marcos, su chiquito de dos años y pico. Éste es un nene simpático y extremadamente sociable, con un vocabulario particular que combina el castellano con el inglés (la familia vive en Estado Unidos desde antes de que él naciera, con lo cual el chiquito se crió como bilingüe).
Esa tarde, la mamá de Marcos ha salido a hacer unas compras, y yo me ofrecí a quedarme con el nene. Además de que me gustan los chicos, por Marcos siento una especial fascinación por el tema de la lengua. Todavía no he elegido la orientación de lingüística en la carrera, pero evidentemente está en mí, ahí en algún lado, aunque no me haya dado cuenta. Me fijo mucho en cómo habla este chiquito: cuenta mejor en inglés (“one, two, three, four…”) que en castellano (“dos, tes, dos, tes, dos, tes…”). Mira a la playa y describe lo que ve (“El mar, un perro, a ball, un ave…”). Confunde los pronombres: cuando la mamá le da de comer en la boca, Marcos protesta “vos, vos, ¡vos!”, señalándose a sí mismo con su dedito.
Mientras esperamos a que vuelva su mamá, Marcos y yo estamos tirados en la cama de mis tíos mirando un álbum de fotos. Marcos señala a las personas que aparecen en las fotografías y me las nombra: “papá, mamá, vos” (por él mismo, que está soplando las velitas). Me sonrío.
- No, Marcos –le digo- VOS… (y lo señalo), YO… (y me señalo). Decime “yo”, “yo, Marcos”, “yo”. Tomo su manito y la pongo sobre su pechito.
Marcos razona unos segundos. Vuelve a tomar la foto.
- Mamá, papá… ¿yo?
- Sí, claro, VOS, Marcos, VOS.
- ¿Yo? –su carita se ilumina repentinamente. Se ha producido la comprensión- ¡YO!!! ¡Yo, yo yo!!! –repite, golpeando la fotografía con alegría.
Al rato vuelve Toia, y le digo:
- Mirá lo que le enseñé a Marcos –y, dirigiéndome al nene- Mostrale a mamá quiénes están en la foto.
- Papá, mamá, yo… -con una enorme sonrisa en su cara.
- ¡Muy bien, Marcos! –dice ella- ¡Qué bueno que la tía [así me dicen] te enseñó!!!
Y entonces sucede algo que yo no me esperaba. Marcos empieza a saltar sobre la cama, muerto de risa, mientras exclama “¡Tí-a, tí-a, tí-a!!!”.
- Mirá cómo te festeja –dice Toia, mirándome contenta.
En ese momento experimenté una emoción desconocida, el sentir que había dejado algo en Marcos, algo que le servía, que le gustaba y que lo hacía sentirse orgulloso y seguro de sí mismo. Probablemente nunca se acuerde de que yo le enseñé el pronombre personal “yo”, tal vez hoy ni siquiera se acuerde de mi cara –hace varios años que ni él ni su familia visitan la Argentina. No importa.
Hoy tengo veinticinco años, estudio lingüística y enseño inglés en un jardín de infantes. Los chicos aprenden conmigo muchísimas palabras, pronombres y otras también. Me divierto mucho. A veces me pregunto si ese día en San Bernardo no me marcó un antes y un después. Si estaría haciendo esto hoy si Marcos, en aquella oportunidad, no me hubiera enseñado tanto.
Esa tarde, la mamá de Marcos ha salido a hacer unas compras, y yo me ofrecí a quedarme con el nene. Además de que me gustan los chicos, por Marcos siento una especial fascinación por el tema de la lengua. Todavía no he elegido la orientación de lingüística en la carrera, pero evidentemente está en mí, ahí en algún lado, aunque no me haya dado cuenta. Me fijo mucho en cómo habla este chiquito: cuenta mejor en inglés (“one, two, three, four…”) que en castellano (“dos, tes, dos, tes, dos, tes…”). Mira a la playa y describe lo que ve (“El mar, un perro, a ball, un ave…”). Confunde los pronombres: cuando la mamá le da de comer en la boca, Marcos protesta “vos, vos, ¡vos!”, señalándose a sí mismo con su dedito.
Mientras esperamos a que vuelva su mamá, Marcos y yo estamos tirados en la cama de mis tíos mirando un álbum de fotos. Marcos señala a las personas que aparecen en las fotografías y me las nombra: “papá, mamá, vos” (por él mismo, que está soplando las velitas). Me sonrío.
- No, Marcos –le digo- VOS… (y lo señalo), YO… (y me señalo). Decime “yo”, “yo, Marcos”, “yo”. Tomo su manito y la pongo sobre su pechito.
Marcos razona unos segundos. Vuelve a tomar la foto.
- Mamá, papá… ¿yo?
- Sí, claro, VOS, Marcos, VOS.
- ¿Yo? –su carita se ilumina repentinamente. Se ha producido la comprensión- ¡YO!!! ¡Yo, yo yo!!! –repite, golpeando la fotografía con alegría.
Al rato vuelve Toia, y le digo:
- Mirá lo que le enseñé a Marcos –y, dirigiéndome al nene- Mostrale a mamá quiénes están en la foto.
- Papá, mamá, yo… -con una enorme sonrisa en su cara.
- ¡Muy bien, Marcos! –dice ella- ¡Qué bueno que la tía [así me dicen] te enseñó!!!
Y entonces sucede algo que yo no me esperaba. Marcos empieza a saltar sobre la cama, muerto de risa, mientras exclama “¡Tí-a, tí-a, tí-a!!!”.
- Mirá cómo te festeja –dice Toia, mirándome contenta.
En ese momento experimenté una emoción desconocida, el sentir que había dejado algo en Marcos, algo que le servía, que le gustaba y que lo hacía sentirse orgulloso y seguro de sí mismo. Probablemente nunca se acuerde de que yo le enseñé el pronombre personal “yo”, tal vez hoy ni siquiera se acuerde de mi cara –hace varios años que ni él ni su familia visitan la Argentina. No importa.
Hoy tengo veinticinco años, estudio lingüística y enseño inglés en un jardín de infantes. Los chicos aprenden conmigo muchísimas palabras, pronombres y otras también. Me divierto mucho. A veces me pregunto si ese día en San Bernardo no me marcó un antes y un después. Si estaría haciendo esto hoy si Marcos, en aquella oportunidad, no me hubiera enseñado tanto.